Ricardo Franco | 19 de septiembre de 2021
El milagro más grande, el acontecimiento casi nunca visto, el relato más maravillosamente enternecedor, es encontrar, ver de lejos, entre el humo y el ruido de las voces, a alguien que alguna vez, en algún momento de su vida, se replantea su postura.
Viendo el panorama, podría decirse que hemos llegado, o nos hemos dejado llevar mansamente, al imposible reconocimiento de la verdad, venga de donde venga, la diga quien la diga, con un mínimo de sentido común. O, en su defecto, y suavizando esta sentencia para los temperamentos más sensibles a la sangre, la dificultad para saber algo, al menos un matiz velado de su existencia, aunque se esconda en alguna nebulosa perdida de una galaxia inalcanzable.
Por supuesto, jamás pensamos en las implicaciones de tal afirmación, porque suena a desvarío nihilista de una postmodernidad que nunca nos concierne a nosotros, tan puros y bien educados que ya creemos saber y tener todo bien ordenadito, sin darnos cuenta que es tan postmoderno negar la existencia de la verdad y sus evidencias, como pensar que se puede poseer y agotar en un discurso aprendido, cual mariposa cazada y ensartada para su exposición.
Porque, en el fondo, sabemos, o deberíamos haber advertido ya en la vida adulta, después de al menos tres o cuatro grandes decepciones con nuestros respectivos dioses, que la verdad es otra cosa mucho más grande que nuestro estrecho pensamiento y que, como la belleza, como el tiempo y el espacio en el que somos puestos, se escapa siempre de nuestra débil vista, y de nuestro control. Y deberíamos saber que nuestra comprensión es lenta en su dinamismo, y que ve, va viendo progresivamente, advirtiendo poco a poco como en el amanecer de toda una vida llena de hallazgos y equívocos, esos detalles que pasaban desapercibidos, a la sombra de la distracción o de la autocomplacencia. Pero, en vez de hacer un ejercicio de humilde ignorancia, reconociendo la pobreza de nuestros razonamientos frente a la realidad pasada o presente, hacemos un ejercicio de fuga, como un vicio de autoconvencimiento en la imaginación, donde siempre vencemos con trampas, arropados por la tribu: midiendo, complaciéndonos en una ortodoxia que nadie puede desdecir, y que ya, en sí, es una censura del pensamiento a la pregunta por el alma misteriosa de las cosas y de los acontecimientos.
De este modo, más o menos ingenuo, más o menos orgulloso, sobrellevamos distrayendo esa incoherencia de la razón, intentando ahormar la verdad, ahogarla en informaciones fabricadas para ir a una batalla dialéctica, estéril e interminable, de discursos apologético-inculpatorios en los que la queja, la indignación, la llamada a la revolución y a la contracultura, al pasado, al presente y al futuro, se usan como fuego de artillería, como negocio de armamento dialéctico que excita la gula -y otras cosas- de los escandalizados por el mal ajeno.
Y sin embargo, -y este sin embargo es como una invitación a profundizar en el colmo de la paradójica y conmovedora condición humana-, aunque unos nieguen la verdad que no digan ellos, otros crean agotarla en su discurso, y la mayoría sólo practique frente al espejo su reacción ofendida, nadie duda en desear para sí mismo más verdad y más luz, como se ansía ser amado más profundamente, más dentro que el propio nombre y la superficie de los rasgos, llegando al centro ignoto, al lugar ensombrecido por tantos prejuicios, al lugar donde nadie puede llegar, si desconoce su origen o no le han enseñado a preguntarse por él. Porque, a la hora de la verdad, que es la hora más interesante; a la hora de la seriedad, de la sinceridad con el propio corazón, -ese gran desconocido, sediento, precisamente, de verdad-, nadie querría ser amado, conscientemente, de mentira.
Por eso, el milagro más grande, el acontecimiento casi nunca visto, el relato más maravillosamente enternecedor, el más increíble para la razón y el más doloroso para la libertad, es encontrar, ver de lejos, de reojo, entre el humo y el ruido de las voces, las imágenes fragmentadas, y los intereses creados en los negocios de opinión, a alguien que alguna vez, en algún momento de su vida, se replantea su postura, su idea, su versión que es un poco su ceguera, y se pregunta, balbucea al menos el deseo de comprender un poco más; y sale de su trinchera cautelosamente, mirando el campo de batalla ideológico que ha destrozado la vida en común, para abrirse, -¡ y qué milagro es abrirse…!- a una nueva posibilidad que antes no advertía, reconociendo la media verdad que ensombrece al misterio y, quién sabe, también su necesidad de aprender de nuevo todo lo que ya cree sabido.
Quizá, este milagro en la contienda, suceda en el momento menos pensado. Quizá en el momento misterioso de la apertura o la cerrazón, o en el instante del aburrimiento insoportable de una vida reducida a tópicos heredados, a costumbres sin amor, cuyo significado desconocemos por satisfacción o pereza. Quizá sea en el peso diario de los días sin alegría; esa alegría divina, inalcanzable, afortunadamente, para nuestros cálculos científicamente probados. O, quizá, quién sabe, suceda en el tedio de escuchar siempre las mismas voces, dentro y fuera de nosotros, ofreciéndonos un argumento simple, y tantas veces fracasado, lo que nos haga echar de menos la belleza olvidada de la verdad: la belleza de esa luz sepultada en la umbría fangosa de nuestro parloteo.
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